Por José María Posse - Abogado, escritor e historiador
Durante las presidencias de los tucumanos Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca, la política tucumana se mantuvo en calma. Las fracciones que enfrentaban a los liberales que sostenían las políticas del gobierno nacional, y los federales, que pugnaban por mayores beneficios para las provincias, convivían en cierta armonía.
Pero todo ello comenzó a resquebrajarse cuando los hombres del Partido Autonomista Nacional (PAN) debieron definirse respecto a la candidatura presidencial de Miguel Juárez Celman, quien sucedió a Roca.
Los disconformes con la maquinaria de la “Liga de Gobernadores” (liberal) se alinearon en torno al otro candidato, el doctor Bernardo de Irigoyen. En la provincia de Tucumán, tal fue la tendencia mayoritaria. Así, en el Colegio Electoral de 1886, ningún representante tucumano votó por Juárez Celman. Con estos antecedentes, para la nueva Presidencia, Tucumán sería una mala palabra de allí en adelante. La provincia quedaba aislada políticamente, pero los tucumanos estaban dispuestos a defender su autonomía.
Al gobernador Benjamín Paz (federal) había sucedido otro de la misma tendencia, don Santiago Gallo.
Si bien se sabía que Roca respetaría a los federales en el poder de Tucumán, era muy difícil que lo mismo ocurriera con Juárez Celman. Así fue que se llegó a una transacción: Gallo renunciaría y se elegiría gobernador a una persona que resultara potable, tanto a los federales como a los liberales.
Candidato roquista
Don Juan Posse fue el hombre elegido; industrial azucarero (propietario del Ingenio San Juan), de raíz liberal, pariente del presidente saliente, se había acercado en los últimos tiempos al grupo federal que parecía tener una respuesta más democrática a las necesidades públicas provinciales.
Roca se hallaba muy satisfecho con esta candidatura, y seguramente veía en ella la solución ideal al conflicto tucumano. Así lo demuestra una carta que envió a Juárez Celman en esos días: “Comprendiendo Gallo y los suyos que no podían contar con la buena voluntad, una vez que se reciba el Gobierno, ha resuelto renunciar y van a nombrar gobernador a Juan Posse, excelente persona y hermano de don Emidio, de don Wenceslao, de don Manuel, todos Juaristas (¡¿?!) que lo respetan con gusto. Los Nougués Alurralde y varios otros de su partido lo aceptaran también del mismo modo”. Roca exageraba a efectos de evitar que la sangre llegara al río. Los juaristas tucumanos lo aceptaron a regañadientes.
El 15 de setiembre, el Colegio Electoral, designaba gobernador de Tucumán a Don Juan Posse, por el término de tres años.
En su breve discurso, al asumir la función dijo: “No me son desconocidas las dificultades que hoy rodean al honroso cargo. La lucha que ha conmovido al país entero, mantiene aún los ánimos agitados”. Pero mucho distaba de imaginar los acontecimientos que le depararía el futuro.
El telegrama oficial de Roca fue optimista: “Con tu telegrama he recibido también el que me diriges posteriormente; agradezco tus saludos y con análogos sentimientos te deseo felicidad y acierto. Tu pariente y amigo Julio A. Roca”.
Padre virtual de la candidatura triunfante, Julio A. Roca gestionó una reunión entre Juan Posse con los Juaristas, para concretar alguna forma de entendimiento, ni bien asumió este el nuevo mandatario.
El resultado no pudo ser más desalentador, según Delfín Gallo, quien había oficiado de intermediario del partido oficialista tucumano. “Los Juaristas exigieron al señor Juan Posse, para hacer la conciliación, los dos ministerios, la mitad de la Legislatura, (obligando a renunciar a los que ya estaban), la mitad del Colegio Electoral, con la misma condición y la Jefatura de Policía. Es decir, la llave de la casa. El gobernador Posse se negó, como era natural, y todo quedó roto”.
A partir de ese momento, comenzó a recibir un duro ataque por parte del partido opositor.
Un paréntesis trágico
Una novedad aún más alarmante, forzaría un paréntesis en las agitaciones públicas. El 10 de diciembre de 1886 se diagnosticaban los primeros casos de cólera en Tucumán. Era el preludio de la cruel epidemia que asoló la provincia durante meses.
En el verano de 1887 se desató con furia la epidemia en la provincia del azúcar.
El brote había comenzado en Santa Fe y se propagaba, a fines de ese 1886, tan cargado para Tucumán de inquietantes acontecimientos políticos y sociales.
El Gobernador Posse, en vista de la difusión de la enfermedad, acordó con otros Gobernadores del Noroeste el establecimiento de un cordón sanitario, para imponer una cuarentena a las procedencias del litoral, como ya se hiciera en el brote de 1867 con eficaz resultado; pero el ministro del Interior, Eduardo Wilde, se opuso energéticamente a tal medida. Esta incomprensible postura del Gobierno Nacional tendría dramáticas consecuencias.
El 28 de noviembre de 1886, un tren militar proveniente de Rosario que transportaba algunos soldados coléricos, se detuvo en Tucumán donde desembarcó a varios enfermos que murieron poco después. Con ellos llegaba el germen de la epidemia.
El titular de El Orden del día 30 fue rotundo: “Ahora que Dios nos ampare a todos, el cólera está entre nosotros”. En efecto, el 1 de diciembre se verificaba el primer caso, un riojano que había pasado la noche en Trancas -donde se detuvo también el tren- y en la localidad de Tapia hubo otro más. Mientras, en la ciudad el doctor Alberto León de Soldati diagnosticaba el primer caso de cólera. Comenzaba con furor la más cruel epidemia de la historia provincial.
“Entonces los provincianos empezaron a ver en carne propia el fantasma que empezaba con diarreas, vómitos y calambres”. Escribe Diego García que la fisonomía “tomaba un aspecto característico, afilándose los rasgos del semblante y hundiéndose los ojos en las órbitas. El enflaquecimiento era muy pronunciado... la afonía al principio poco marcada, se hacía luego casi completa... la piel estaba fría, dando al tacto una sensación particular, pero a pesar de ese enfriamiento exterior, parecía que algo quemaba internamente al enfermo, y tenía mucha sed; después de ese cuadro venía la muerte en pocas horas”.
Horror en las calles
Una sensación de pánico cubrió la provincia. Los telegramas iban y venían pidiendo auxilio. La lucha no era tan sólo contra el mal, sino también contra la ignorancia del público.
Los médicos debieron sortear toda clase de peligros para poder cumplir con su deber. Cierto día, dos de ellos se dirigieron a la zona de Chacras al Norte, para atender un colérico: fueron recibidos por una multitud amenazante, que rodeaba el rancho, mientras un ebrio, revólver en mano, estaba a la entrada impidiendo el paso. La creencia popular -echada a volar en esos días- inducía a la gente a considerar que la venida del médico significaba una muerte más rápida...
“Los carros cargando cadáveres atravesaban al galope la ciudad desolada a cualquier hora de la noche... En las casas donde había un enfermo se colocaba el aterrante cartel: ‘Colérico’”.
De aquellos días en que la gente “caía muerta por la calle, entre calambres y vómitos”, se recuerda el arrojo de distintas personalidades, cuya acción rayó en el heroísmo: doña Elmina Paz de Gallo, recientemente viuda, comenzó a recoger y a alimentar los huérfanos que iba dejando la epidemia, simiente del asilo de huérfanos que fundaría luego. Asimismo, se creó la Sociedad Protectora de Huérfanos y Desvalidos en la casa de don Zenón Santillán, a quien acompañaban Delfín Jigena y Marcelino de la Rosa, entre otros.
Tardíamente, el Gobierno Nacional dispuso la formación de la Comisión Nacional de Auxilios Contra el Cólera, integrada por Domingo Sarmiento, Miguel Nougués, Agustín Muñoz Salvigni y José Astigueta, entre los principales.
El recuerdo de esos días donde murieron miles de personas, quedó grabado a fuego en la memoria de los tucumanos por generaciones. Todavía se escuchan en los fogones de nuestra campaña canciones que evocan aquellos días: “Daba lástima de ver/ aquel castigo del cielo/ muertos en las calles y plazas/ por el cólera y el fuego”. “Las calles intransitables/ todos los barrios desiertos; /los muertos iban llegando/ varios zanjones abiertos”. “Es que el cólera dentró/ para que sepan que hay Dios,/ a atacar todo cristiano/ con una maldad atroz”.
Se había creado un enterratorio en la zona de la actual Quinta Agronómica. Allí se les tiraba cal viva y se los enterraba de la manera más precaria imaginable.
Verano trágico
La ciudad de San Miguel de Tucumán de entonces mostraba un pavoroso aspecto de devastación por la tragedia; el horror se reflejaba en el rostro demacrado de los transeúntes, que veían con impotencia caer muertos a sus vecinos entre espantosos calambres y vómitos.
De diciembre a marzo duró el flagelo. Al concluir, cerca de 6.000 muertos habían sucumbido por la enfermedad.
El Gobierno provincial desarrolló una intensa actividad a fin de socorrer a los enfermos, huérfanos y viudas que la tragedia iba dejando.
Pero ni siquiera la virulencia del cólera hizo que se acallaran las pasiones políticas. Si bien hubo intentos de pacificación, los viejos enconos y los juaristas hacían imposible cualquier arreglo.
En Tucumán, La Razón, dirigida por Salvador Alfonso, y El Deber, por Silvano Bores, no desperdiciaban oportunidad de lanzar algún golpe al gobierno provincial. Desde Buenos Aires, Córdoba, y Salta llovían los ataques contra Tucumán.
Sólo el diario El Orden defendía al gobierno de Tucumán.
Asfixia
La estrategia juarista consistía en cercar al gobierno y a sus partidarios por todos los flancos, hasta convertir en insostenible su situación. Para ello, se valieron de todos los funcionarios que actuaban dentro de la provincia: como el Banco Nacional, el Banco Hipotecario, la Gerencia del Ferrocarril del Norte y la Administración de Correos estaban en sus manos, pudieron presionar eficazmente sobre los oficialistas.
El 2 de junio de 1887, un artículo de La Nación decía: “A Tucumán se la ha sitiado por hambre. Como su primera riqueza consiste en los ingenios de azúcar y muchos de los que se dedican a esta industria necesitaban la ayuda del Banco Nacional, contra ellos se dirigió la saña de los vencedores, restringiéndoles el crédito, al mismo tiempo que se les apremiaba para el pago de vencimientos sin tener en cuenta la situación anormal que produjo en la provincia la invasión del cólera”.
Delfín Gallo diría en la Cámara de Diputados de la Nación que el gerente del Banco Nacional “ahorca a todos los deudores que no pertenecen al partido oficial”.
A la tragedia de la epidemia, pronto se le sumaría otra, que derramaría ríos de sangre en Tucumán.
Fuente: Fragmento del libro “El espíritu de un clan”, José María Posse. Edit Sudamericana 1993.